25 junio 2013

Desierta cordura



Una foto donde un letrero de “Cuida las áreas verdes” tiene más vida que las propias áreas verdes que busca proteger es algo absurdo, pero real. No me sorprende la falta de áreas verdes en una ciudad desértica. Tampoco creo que los hospitales públicos deban tener suites como los hospitales privados. Más bien lo que me provocó este letrero fue cierta indignación por el menosprecio general hacia la salud mental. ¿Por qué una ciudad procura mejores espacios para los automóviles que para sus esquizofrénicos y sus deprimidos?

Que la hora de visita en un hospital siquiátrico implicara buscar uno de los escasos metros cuadrados de sombra provistos por árboles no más numerosos, escuchando inevitablemente conversaciones de otros pacientes y sus familiares, y conversando en la medida que lo permitiera el telón de fondo que es la sequía, me hizo pensar en el tema de los trastornos de la sique. Siempre me ha intrigado lo que sucede en la mente de quienes padecen algún trastorno mental. ¿Son más felices durante sus episodios de cordura y racionalidad, o están mejor cuando sus periodos críticos los alejan de la sociedad?


Quizás permanecer en la “normalidad” y desenvolverse entre los que, según los parámetros sociales, somos funcionales, sea para un paciente siquiátrico un asomarse a la sequía de la existencia. Una aridez que no les invita a la vida. Salud por ellos, para que, al menos en sus episodios de locura, encuentren esas áreas verdes cada vez más inexistentes en la realidad.

16 junio 2013

Volver a los blogs

Qué pena, apenas un reto pudo traerme de vuelta a este espacio después de meses de buenas intenciones que no pasaron de eso. Decirlo no debería ser consuelo, pero sé que no soy la única entre mis amigos y conocidos que de un tiempo a acá no logra concretar un triste post.

En el 2006 inicié este blog, el cual pronto empezaría a sufrir de desnutrición hasta llegar a un estado prácticamente vegetativo. La razón se resume al momento que vivimos: en la época de la sobreinformación uno cree que ya no hay nada nuevo que decir, que ya todo está dicho. No soy anti redes sociales, pero es inevitable remitirme a ellas cuando busco justificar el porqué de guardar silencio en el único espacio que tengo para escribir a rienda suelta. Y es que en algún momento, publicar en el blog empezó a darme la sensación de ser un intento estéril de expresar lo que podía hacerse en otras plataformas a través de una fotografía o un texto de 140 caracteres. Pero quizás no fue la inmediatez o la expresividad de la imagen y del microtexto lo que volvió más atractivas a las redes por sobre los blogs, sino la rápida diseminación y adopción, que garantizaban, a su vez, un público numeroso y adulador del que los escritores amateurs estamos (admitámoslo o no) deseosos.

Pero, una vez que te has sumergido en el mar de imágenes de vidas ajenas y a la vez tan propias que es Facebook, una vez que nadas en las olas de “sabiduría” y experiencias de vida que discurren en Twitter, llega el momento en que notas que algo falta. Y es que esos espacios, escaparates de la eterna felicidad interpretada en las fotos del día a día, poco lugar dejan para el resto de los matices de vida que protagonizamos entre la dicha y la infelicidad, entre la motivación y el desgano. Ahí sabe fuera de lugar expresar dudas, establecer posturas, compartir propuestas o relatar una anécdota, funciones que el blog cumple a la perfección. Pero qué pasa, que una vez impuestos a la adulación que permiten las redes sociales en mención, los blogs parecen la sala de cine más abandonada del mundo donde ser el protagonista de la película no resulta muy atractivo.

El propósito de este retorno será entonces no intentar aportar nada nuevo a la nube virtual. Simplemente, aprovechar la calma y relativa privacidad del blog a favor de la creatividad y la renovación.

Porque ante la sobre exposición, la saturación de información y el encandilamiento de los reflectores, la soledad de la sala de cine abandonada siempre será un elixir y un descanso.

12 junio 2012

Reporte uno


Perdieron las partes que ya no usaban: para qué los brazos, para qué las lenguas, para qué los labios. Evolucionaron.
Esperábamos encontrar algo de aquella interacción que describieron los antiguos, pero no encontramos más que dedos huérfanos, danzando frenéticos, sobre pequeñas pantallas táctiles.

Incluido en la colección Cartas para la Tierra (Industria Manifesto 2012)